Por Horacio Corro Espinosa
Creo que fue en el sexenio del presidente Adolfo López Mateos, cuando un término se puso de moda: los «jilgueros». Esta palabra la designaban, medio en serio, medio en broma, a los oradores políticos jóvenes.
López Mateos era un orador florido en su juventud. Le tocó participar en la campaña de José Vasconcelos. También estuvo en el movimiento estudiantil de 1929, cuando se consiguió la autonomía para la Universidad Nacional de México.
Dentro de este mismo grupo estaba otro joven brillante: Alejandro Gómez Arias, entre otros. Es por eso que, a esa ola de encendida lírica, les llamaban jilgueros. Con este grupo de reconocidos jóvenes, se quedaron atrás aquellos oradores broncos y diputados diestros que hablaban en tono y términos de cañón o pistola, pues en los mítines callejeros o en las tribunas parlamentarias, nunca dejaban el arma al cinto o de plano en el puño.
Mientras tanto, los universitarios siguieron con su lenguaje novedoso. Dentro de la participación política del grupo se distinguían los abogados, y más tarde llegaron los economistas con Luis Echeverría y su populismo.
Con Echeverría se dio el auge de la vestimenta más o menos campesina y más o menos proletaria, según la ocasión y el caso. Tanto el presidente como los de su séquito no soltaban la guayabera y la chamarra de cuero. Y claro está, también los modos de decir, pues los oradores de esa época vieron como un deber «revolucionario» hablar a gritos destemplados en cuanto se ponían en la tribuna.
Alargaban siempre las sílabas finales, golpeaban la voz en cada acento, inventaban esdrújulos donde no los había y elevaban el volumen a todo lo que daban sus gargantas.
Si nos damos cuenta, las palabras, las frases, las oraciones, no se dicen igual cuando expresan sentimientos diversos. Por ejemplo, no se dice igual «Te amo», que «¡Viva México!».
Había un hombre de dulce voz, él era don Emilio Abreu Gómez, cuando en la celebración de un aniversario del Partido Comunista, produjo una pieza oratoria con voz pequeña, suave, que se ganó a todos los oyentes no por el tono del discurso, sino por lo que dijo. Era un hombre de riqueza de pensamiento, de altura de ideas. En cambio, los priístas de entonces, comenzaban los oradores con el abuso del grito heroico.
Algo así, pero en grado superlativo, dio inicio la apertura de la LXIV Legislatura, tras la recepción del Informe de Gobierno de Enrique Peña Nieto.
A los morenos solo les faltó la pistola en mano o en el cinto para poderlos comparar con aquellos diputados militares revolucionarios. Su discurso fue no oír a nadie y demostrar una fuerza que tal vez no la vayan a tener.
Todo se desarrolló entre pancartas, gritos, rechiflas y consignas, así fue el comienzo de los diputados federales. Dejaron ver su vulgaridad y su poca capacidad porque todo lo quisieron arreglar a gritos y a aspavientos.
Lo más seguro es que ellos, los morenos, crean que el renacimiento del poder legislativo y de la cuarta transformación política del país, significa ser necio y oponerse al entendimiento, a los acuerdos.
Si no hubiera sido por Porfirio Muñoz Ledo, la nueva legislatura hubiera demostrado que no tiene rumbo. Fernández Noroña ya están en pleno desarrollo, y sigue atado a las campañas políticas. ¡Pobre tipo!
Seguramente así va a seguir esta legislatura. Parece que se nos viene una etapa de poco entendimiento.
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