Por Horacio Corro Espinosa
Los días de lluvia para todo manejador vehicular o caminante, es toda una pesadilla. Todos se quejan de todos, todos se cuidan de todos y todos se echan la culpa entre todos.
Calles, banquetas y paredes se cubren de un color achocolatado, aceitoso y chicloso. Los caminantes se pegan lo más que pueden al ángulo que hace la banqueta con la pared para evitar recibir la salpicadura de esa espesa maza de tierra, grasa y chapopote, cuando no de desechos fecales.
Bajo la lluvia todo parece una lucha de llantas contra caminantes que se dirigen a sus centros de trabajo o de estudios.
La vialidad se ve colapsada a consecuencia de los miles y miles de agujeros que descansan sobre las pavimentadas calles de la ciudad.
Cada vez que la lluvia toma por asalto a la población, la gente casi siempre se dice sorprendida y hasta molesta: ¡qué raro!, ahora está lloviendo. Lo gacho del asunto es que cada que llueve nunca sabemos qué hacer. A todos nos agarra en clarísimo fuera de lugar.
Cuando coincide la lluvia con la salida al trabajo, es cuando se acuerdan del paraguas que dejaron sepa dónde de la casa, y por más esfuerzos que hacen para encontrar el utensilio, no recuerdan en qué sitio lo dejaron después del último aguacero.
Las personas que ni por casualidad se dan cuenta que en cualquier momento puede caer una copiosa lluvia, sale a la calle con una blusita ombliguera y los hombres con camisa ligerita.
Los que no pueden faltar son los conductores del transporte público, quienes se embrutecen en grado extremo porque son los principales causantes de que el tráfico se atolondre.
Si la lluvia es fuerte y las coladeras se tapan a causa de cuanta porquería echaron dentro de ellas, es bastante tarde para que los vecinos se arrepientan de sus faltas, pues muchas veces fueron ellos mismos los que dejaron ahí sus bolsas de basura para que el camión recolector se las llevara.
Si por casualidad se va la luz, los semáforos se quedan sin servicio y la consecuencia es que la ciudad o una gran parte de ella se amazacota. Así que ni para atrás ni para adelante. No hay forma de salir de ese nudo tremendo donde todos reniegan de los ingenieros de autos por no inventar todavía un vehículo con alas.
Por muy inteligente que sea una persona. Por muy memorizado que tenga su camino diario a la casa u oficina. Por muy conocedor de su ruta habitual, al circular al día siguiente se va a encontrar con nuevos hoyos que miden el ancho de la misma calle y la profundidad de las mismas llantas. Desde luego que esos hoyos no se ven porque están cubiertos de agua. Así que en esos escalones uno se da sus buenos ranazos. Incluso, hay gente que ha sufrido desprendimiento de retina, y otros más se han fracturado las costillas a consecuencia de los baches.
Mientras esto sucede al interior de los vehículos, al exterior, a mucha gente se le ve de malas, muy de malas después de haber recibido una buena dotación de lodo sobre sus ropas recién planchadas. Y lo peor, hay gente que sale en su vehículo para hacer expresamente esa maldad.
Todos, por querer salvar el pellejo, corren, saltan, esquivan cuanta laguna encuentran a su paso, con tal de no ensuciarse o ser bañados por algún vehículo sinvergüenza. Los que nunca se salvan a pesar de los cuidados, son los zapatos que después del recorrido terminan como si fueran de papel maché.
En fin, pero ¿qué haríamos sin las lluvias?
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