Por Horacio Corro Espinosa
Había un hombre con poder político que atesoraba riquezas propias y ajenas en un rincón. Casi nadie conocía el escondite del miserable aquel.
Desde siempre atesoraba monedas, y en la cocina escondía sus quesos y pan. Cuidaba todo el tiempo su escondite de provisiones que vivían siempre expuestas a la voracidad de ratas y gatos.
Por más que cuidaba su escondite, encontraba al amanecer el escaso queso y pan siempre mordisqueados.
Se desesperaba el hombre poderoso que esos animales le ganaran en las noches sus riquezas.
Pensó poner ratoneras, pero calculó que era malgastar su dinero. Pensó en un perro, pero resultaría lo mismo.
No le quedaba de otra más que defender en persona las provisiones a cambio de su sueño. Eso significaba olvidarse de sus reventones nocturnos y demás deleites carnales. Tampoco tendría un acercamiento con la gente que de vez en cuando lo requería para pedirle favores varios. Aunque los ciudadanos lo buscaban solo por darle su lugar como primera autoridad poderosa, sin embargo, sabían que ningún pedimento les cumplía, además de que era muy difícil encontrarlo en su oficina, pues el mayor tiempo del día se la pasaba encerrado en su guarida ubicada en la punta de un cerro.
Un día, como bendición, le llegó un terremoto que agitó casas hasta convertirlas en escombros. Como resultado de esto, le llegó ayuda de varias ciudades hermanas y del gobierno estatal y federal.
Fueron tantas toneladas las que recibió en cobijas, colchonetas, víveres, etcétera, que al principio las comenzó a repartir a su nombre y a su gente más allegada. Eso le dio oportunidad de codiciar su reelección como el señor político poderoso de ese lugar. Así que por esa razón, prefirió guardar, como siempre lo había hecho, esas otras riquezas que no le correspondía porque eran para la gente más necesitada: la gente en desgracia.
El mezquino señor poderoso se la pasaba piensa y piensa cómo tramar, cómo planear quedarse con todo lo donado por aquellos buenos corazones que quisieron ayudar desinteresadamente a la gente en desgracia, a los que se habían quedado sin casa.
Por más que se devanaba los sesos no hallaba solución para dar satisfacción a su egoísmo.
Así, de claro en claro los días, y de turbio en turbio en las noches no dejaba de pensar. De repente, le llegó la solución.
Él sabía que su plan requería de paciencia. Primeramente, tenía que ponerse tras una puerta con una escoba en la mano para atrapar a un roedor cuando saliera de su agujero. Allí esperó y esperó y esperó, hasta que de repente cayó la rata. Atrapada, la encerró en una jaula y la dejó sin comer durante varios días.
El poderoso hombre sabía que el tiempo todo lo cura. Así que dejó a la rata hasta casi morirse de hambre; mientras tanto, le fue preparando pedazos de carne fresca con la que lo domesticó a su antojo.
El tacaño y cicatero hombre poderoso tuvo que invertir en filetes de carne para conseguir su insensible propósito. Lo que le daba a la rata era carne, pero de otra rata que mató a escobazos del mismo agujero donde había atrapado a su compañera.
A través del hambre amansó a la rata. Con los días, ésta le fue tomando sabor y gusto a esa carne. Cuando le suspendió el filete, la rata comenzó a acalambrarse, a convulsionarse. Entonces el hombre poderoso abrió la jaula y el animal escapó para encontrar comida. Frente a él había un montón de ratas a las que devoró.
El hombre poderoso vio que su paciencia le había retribuido un beneficio. Con esa rata ya no tuvo que comprar un perro. Se ahorró un gasto que posiblemente le iba a traer más gastos. Así fue como domesticó más ratas para que trabajaran en su beneficio.
Ahora el señor poderoso tiene a su alrededor un séquito de civiles a los que les dio un cargo y una responsabilidad que conocen el mundo de la tranza.
Sabe cómo controlarlas, pues cada una de ellas cumple todas sus órdenes y saben guardar el más apreciado secreto. Cada una de ellas actúa como auténticos perros, pues de sus bocas desparraman espuma y bilis.
Todas esas ratas ahora cuidan celosamente el edificio que un día sería la central camionera, hoy oficinas de Protección Civil de Huajuapan de León.
Esas ratas hacen exactamente lo que hacía el hombre poderoso, (a partir de aquí vamos a llamarle presidente municipal): atesorar riquezas ajenas en un rincón.
En ese edificio guardan todas las toneladas de ropa, cobijas, casas de campaña, mucha comida enlatada, medicinas, y un sinfín de cosas que pudieron beneficiar, no a la región ni al municipio, sino a otros lugares que verdaderamente los necesita, como el istmo, por ejemplo.
Si el presidente de Huajuapan, Martín Aguirre Ramírez no da ninguna explicación de todo este arsenal de productos guardados en el edificio mencionado, y que no benefician a nadie, quiere decir que no le importa el pueblo que representa ni Oaxaca mismo.
Las fotos que aquí se muestran fueron tomadas hace dos días, así no puede decir el presidente Aguirre, que todo lo que expresan las gráficas ya fue repartido.
Para ingresar a ese edificio, solo lo pueden hacer aquellas personas que tienen permiso autorizado por Aguirre Ramírez, o por el encargado del área de Protección Civil de esa ciudad.
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